octubre 29, 2006

Cuento de Halloween

Miseria
Por Víctor López Jaramillo

“Soy tu miseria”, dijo simplemente. Era el final del diálogo. No contesté más. ¿Qué podía hacer ante frase tan contundente? Nada. Sólo permanecer aturdido. Y callar, que es lo mejor en estos caso, supongo.

Octubre fenecía y yo con él. El frío se colaba hasta los huesos y me provocaba un leve temblor. O quizá era el miedo. No supe que hacer. Correr era inútil. Gritar o llorar también. Ni culparla a ella. Sólo cumplía su misión. A donde fuera, me encontraría, tarde o temprano. Hay encuentros inevitables y este era uno. Supe entonces que los viejos tenían razón: uno se forja su destino. Y yo tenía que asumirlo. Tarde o temprano pasaría. Cuando se es joven, pensamos que la vida es eterna y nunca nada malo pasará. O que todo es efímero y por tanto el destino fatal nuca llegará. Pero había llegado.

Y allí estaba ella. Su rostro demacrado resaltaba sus grandes ojeras. Su cabello largo y terriblemente descuidado. Deprimentemente pálida. Frágil como el rezo de una anciana pero fuerte como el sino inevitable.
No me podía mover. Nuevamente por mi dañado cerebro pasó la idea de la fuga. Pero ¿a dónde? No despegaba la vista del suelo. Daba miedo verla. Maldije las veces que tanto me reí de ella. Nunca supuse que llegaría tan pronto. Yo, tan joven y con tanto futuro delante, hoy, con el frío otoñal como única sensación, me sentía viejo y acabado.

Ahogado por la rabia, que se fundía con unas lágrimas impertinentes,
intenté hacer una negociación con ella. Finalmente desistí. Ella nunca había sido derrotada. Invicta por siempre. Quise a volver a ser niño para tener otra vida por delante. En realidad sólo quería huir pero no existía lugar físico donde pudiera escapar de esta situación. Era algo más allá de este mundo y súbitamente recordé la paz de los sepulcros. La leve neblina que a altas horas de la madrugada comienza a aflorar, daba un aspecto aún más tétrico a la situación, de por sí ya escalofriante.

“Es el fin”, me dije para mis adentros, en un intento vano de consolación. Tantos proyectos quedarían ahogados, tantos sueños inconclusos, tantos... en fin, era el fin.

Allí seguía ella. Parecía seguir mis pensamientos y quizá llegó a sentir mi tristeza que bien podría ser en ese momento la mayor tristeza en el mundo. Era el fin.

Su voz martilleaba mi cerebro. “Soy tu miseria”. Su voz tenía un acento tan tenebroso como el frío que rodeaba mi piel. Intenté reconstruir mentalmente el diálogo para buscar una solución pero no encontraba salida. Sus frases eran simples y directas, las necesarias para estos casos.
Con una mezcla de resignación y tristeza la miré a los ojos. Sus ojos que alguna vez llegué a pensar que eran dulces, hoy me parecían más profundos que una noche anclada en el infierno. En sus ojos se presagiaba el fin. Fija su vista en mí, yo era su víctima. Una víctima más de la noche. ¿Por qué habré amado tanto la noche? A estas alturas ya ni del amor me acordaba. Sólo esta maldita sensación cuando el tiempo se agota y no hay salida.

Estaba atrapado entre el frío, el miedo, la angustia y el temor de la clemencia negada. Ella, inamovible, sin apartar su vista, sus ojeras eran aún más notorias que hacía unos minutos, su rostro petrificado, quizá también triste, contagiada ya de mi tristeza, repetía las frases que provocaron mi terror: “Estoy embarazada. Te tienes que casar conmigo”.

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